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El. Religiosamente.

La facilidad que tenía de mutar en cielo le había servido toda su vida para zafarse de situaciones verdaderamente incómodas. 
Lo que no llevaba tan bien era esa tendencia al mimetismo de su cuerpo sin previo aviso. En cualquier ocasión cambiaba, el detonante podía ser un estornudo, un parpadeo, una lágrima, un pinchazo.

Un simple beso le convertía en risa, una mirada en llanto, un roce en deseo, una bofetada en rabia. Dependiendo de dónde y con quién se encontraba, era lluvia, marea, valle o montaña. 

Por las mañanas al despertar era helado de turrón con chocolate y trocitos de plátano, a veces hasta tenía sirope de caramelo por encima, sólo algunos domingos, cuando despertaba con ella.

Cuando visitaba el mar era alas de gaviota, en la montaña, grises nubes de tormenta. Cuando llegaba a la ciudad era el bao de los cristales en donde escribía su nombre, o el de ella, o el de los dos.

Pero cuando enloqueció se convirtió en vacío, en oscuridad, en alacranes negros. Vagó entre las sombras siendo fría noche sin estrellas. Cazó luciérnagas para apagar su luz. Besó sapos siendo sapo. Mató príncipes. Comió princesas. Fue daga y rebanó lenguas, espada y atravesó inocentes, navaja y desfiguró belleza. 

Todo eso no alivió su dolor y como caliente alquitrán lo impregnó todo de vacío. Pasaron los días y en el vacío llovieron cristales, que al caer fundían entre si y solidificaban al instante ante el gélido paisaje. El suelo se convirtió en espejo, un espejo que reflejaba el bosque de árboles quemados en el que se había convertido. Y se le olvidó ser. 

Pasó el tiempo y llegó el día que deseó amar. Empezó por las pequeñas cosas. Amó los ácaros que dormían junto a el. Las hormigas que atravesaban marcialmente los azulejos del cuarto de baño recogiendo cosas aún más pequeñas. Amó las migas de pan que se reunían bajo el microondas. Las minúsculas gotitas pulverizadas por un estornudo que flotaban en el aire iluminadas religiosamente por rayos de sol que entraban por rendijas entre cortinas. Amó el plumón de gorriones que quedaba filtrado por las mosquiteras en los días de viento. Las pestañas olvidadas. Las pecas que dejaban ver, en sus espaldas, las señoras que se sentaban delante de el, por las mañanas en el autobús. Y todo esto lo amó siendo el, sin mimetismos. Cada día amaba una micra más, un poquito más.

Un mañana se descubrió en el espejo, tal cual, sin disfraces, sin caretas. Ese rostro le resultó conocido, cuello, clavículas, pecho. Recorrió sus brazos con mirada nueva, llegó a sus manos, pequeñas, cuadradas, marcadas por venas bien dibujadas. Dejo caer agua fría y limpió su rostro, de una forma religiosa, bautizando cada poro, cada arruga, cada pelo. Luego se tumbó en la cama y vacío su mente, recogió cualquier recuerdo que tenía de aquellos años, barrió tristeza, fregó llantos. Abrió las ventanas y dejo entrar la luz, iluminó hasta el más pequeño rincón de sus pensamientos, dejó correr aire limpio y sonrió.

Sonrió relajado, sin apretar los dientes, saboreando el gesto…