El protagonista de la historia
es un chico de trozos rotos,
De mirada triste
dibujada sin su permiso
por unas cejas caidas
que le condiciona.
Manos hacedoras.
De besos lentos.
De abrazos largos.
De poco dormir.
Que sueña por las esquinas.
El protagonista pasa su juventud persiguiendo algo.
Lo busca entre ojos y narices ajenas.
En ombligos propios.
De día y de noche.
Despierto y dormido.
Rápido y despacio.
Estira su juventud hasta la irremediable vejez.
Luego, en la madurez de los huesos,
con la sonrisa agotada de tanto soñar.
Encuentra la verdad.
Ese algo que ha buscado incansablemente.
Entre ojos y narices ajenas,
en ombligos propios,
de día y de noche,
despierto y dormido,
rápido y despacio.
Ese algo que ha estirado su juventud
hasta la madurez de sus huesos.
Es inalcanzable.
He aquí donde reside la maldición de la historia.
Pero no su final.
Porque como narrador debo aclarar algo.
Esta historia no es una historia triste.
No es una historia de pérdida de juventud.
De búsqueda entre ojos y narices ajenas.
En ombligos propios.
De día y de noche.
Despierto y dormido.
Rápido y despacio.
De sonrisas agotadas.
De madurez en los huesos.
No, no es nada de eso.
Bueno, no es sólo eso.
Porque en ese mismo espacio,
ocupando el mismo lugar,
en esa misma verdad,
tras esa revelación,
vive otra certeza.
Eso que ha buscado
incansablemente.
Entre ojos y narices ajenas,
en ombligos propios,
de día y de noche,
despierto y dormido,
rápido y despacio,
con sonrisas agotadas,
ese algo que ha estirado su juventud
hasta la madurez de sus huesos.
Es inalcanzable.
Y en esta certeza reside también su magia
